Durante mucho tiempo hubo una desafortunada coincidencia entre el gobierno nacional y el regional en torno a la incapacidad o la falta de voluntad para frenar la arremetida del hampa que azota a los neoespartanos.
La circunstancia de apoyar el proceso revolucionario no me obliga de ninguna manera a mentir o hacerme el loco sobre esta delicada y urticante realidad.
Desde la Independencia hasta hace poco Nueva Esparta fue el estado menos inseguro o violento de Venezuela. El carácter de los margariteños y cochenses era afable, risueño e ingenuo.
A principios del siglo pasado dejó de llover por completo y transcurrían hasta 4 y 5 años sin una llovizna. La pobreza cundió en Margarita y Coche. Muchos emigraron para sobrevivir. Los que permanecieron se hicieron muy unidos, solidarios en las buenas y en las malas.
Los visitantes se asombraban ante la honestidad de los insulares, donde podían dejar una cartera repleta de dinero en la seguridad de encontrarla intacta.
A partir de 1960 se materializan cambios importantes. El acueducto submarino aportó agua de tierra firme que hizo reverdecer la tierra insular; en pocos años las lluvias regresaron y terminó la perniciosa sequía.
El cable submarino complementó la generación de electricidad y el Puerto Libre aportó una oleada de aparente prosperidad comercial, creando empleos y estimulando el turismo. Finalmente los ferrys permitieron la llegada de visitantes con vehículos a una isla dotada de una excelente red vial.
Durante varios años la cosa funcionó bastante bien. En 1981, cuando llegué a la gobernación, habían unos 250.000 habitantes y la Policía Neoespartana disponía de 600 efectivos. Además teníamos la PTJ, la Disip y el Destacamento 76 de la Guardia Nacional.
Los atracos a bancos eran inusuales, no había secuestros ni robos de vehículos. Se desconocía el sicariato y el tráfico de drogas era un problema menor que afectaba a una pequeña parte de la población.
Se practicaba un patrullaje permanente y había alcabalas policiales en ciertos días y fechas de gran movimiento. Se ejercía vigilancia en el aeropuerto y los terminales marítimos para evitar la entrada de malandros de tierra firme.
Hoy el Saime ha desplegado una labor extraordinaria en ese sentido, con efectos que serán permanentes. El Cicpc hace lo suyo, pero a veces parece que estimularan el delito en vez de restringirlo.
El cuello de botella está en los tribunales y en las actividades del Ministerio Público, donde no se dan abasto para procesar los expedientes. La situación del Internado Judicial de San Antonio es otra desgracia que empeora la situación delictual.
Desde luego Morel Rodríguez no se ha ocupado de la delincuencia, como no sea sino para dar el mal ejemplo. En Caracas tampoco han tomado nota de que con un mínimo esfuerzo la criminalidad sería erradicada de estas islas.
La situación pudiera cambiar radicalmente si un gobernador competente le echa pichón.
Con Morel Rodríguez la cosa seguirá de mal en peor. En cambio Carlos Mata Figueroa podría acabar con los excesos delictivos y garantizarnos la seguridad que todos anhelamos.
Augusto Hernández/augusther@cantv.net
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